Hospitality

Cuando das vueltas sobre ti mismo terminas por marearte -eso lo sabía muy bien- pero el punto en torno al que había gravitado hasta entonces ya no estaba imantado y dar vueltas ondeando el ruedo de su falda era su única opción.

Girando y girando perdió la conciencia del tiempo y el espacio y vivió unas cuantas noches -o unas cuantas vidas- flotando en una nube gris. Ya se había hecho a la idea de que así serían siempre las cosas cuando, de repente, un día chocó contra algo.
Tras el impacto le asombró no sentir dolor, miedo o angustia, sino tan sólo una enorme sorpresa por haber frenado de improviso. Ni siquiera se molestó en  comprobar cuál era la naturaleza del obstáculo que la había detenido.

Estaba aturdida y sólo era capaz de intuir una emoción cálida que la abrazaba con fuerza evitando que cayese y -poco más tarde- fue consciente de que la llevaban en brazos a un sitio seguro y de que todo iría bien si se limitaba a no mirar atrás.

Cuando abrió los ojos supo que había llegado a casa pese a no reconocer la vajilla ni saber por qué puerta se accedía al jardín, y era curioso, porque durante mucho tiempo había puesto todo su empeño en convertir en refugio una casa extraña, fría y severa a la que siempre tuvo reparos en llamar hogar.

Le dieron la bienvenida, le presentaron a todos los huéspedes, le enseñaron cada estancia e incluso abrieron los cajones para que supiera qué se escondía en cada rincón.
Le regalaron una cama, una copa y una vela para decirle que allí podía descansar, compartir y dejar de tener miedo.

Reflexionó mucho sobre la suerte de contar con un sitio como aquel para curarse las heridas y un día decidió quedarse allí para siempre: ¡cómo no iba a hacerlo si había encontrado un lugar a su medida!
Pero la nube gris había calado sus huesos y algunas noches -cuando más oscuro estaba- se le aparecía en sueños como un fantasma y decía:

-Un día te echarán de esta casa, ¿no te das cuenta de que aquí sólo eres una visita? Los otros huéspedes han hecho suyos los dormitorios, pero tú no tienes nada con lo que demostrar que perteneces a este lugar y, cuando alguien llame a la puerta, serán tu cama, tu copa y tu vela las que entregarán al nuevo invitado.-

A la mañana siguiente de cada pesadilla se sentía mareada y confusa: de pronto parecía que los inquilinos conspiraran para que se fuera y que la casa apagase las chimeneas a su paso para que el frío la llevara lejos de allí.
Se sentía embargada por una clase de angustia particular -algo así como el bochorno de una tarde de verano que amenaza tormenta- y, mientras se esforzaba por eliminar esa presión, repetía para sí misma como un mantra las palabras que le dirigía su anfitrión en el desayuno:

-Es cierto que no te esperábamos y que a algunos se nos ha hecho más extraño que a otros el hecho de que tengas intención de quedarte, pero ten muy claro que desde que llegaste aquí hay más luz y, por eso, sé que eres tú y no otra la dueña de ese dormitorio. Esta será tu casa hasta que tú decidas lo contrario.-

Solía surtir efecto...

Pese a todo, a veces no era fuerte y caía en la tentación de girar una vez más sobre sí misma -la falda dando vueltas como la casa de Dorothy hacia Oz- para después tropezar constantemente con las escaleras del edificio.
Pese a todo, a veces pasaba la noche en vela inmóvil, aferrada al cirio y esperando a que el sol se llevara el miedo.
Pese a todo, a veces se dejaba convencer por la nube y  se veía llamando a la puerta mientras los inquilinos le cerraban el paso muertos de risa...

Hasta que alguna mañana recordaba lo mucho que la despejaba correr hasta la buhardilla para llenar su copa, tirarse en su cama y escribir sin pensar hasta dormir acunada por la luz de su vela.

Sabía que, al despertar, el anfitrión le daría un beso con tostadas y café, y que así cada cosa regresaría a su lugar y ella a volvería a ceñirse con firmeza su maravillosa sonrisa culpable.

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