Freude am Fahren

Hoy he tenido un sueño extraño:
Era de noche y estaba acostada en mi cama, pero no podía dormir. En un arranque entre eufórico y suicida -sin ponerme una chaqueta ni pensar en maquillarme- bajaba a la calle y cogía tu coche, me sentaba al volante y arrancaba sin pensar.
Daba la vuelta a la plaza y dejaba atrás mi casa conduciendo despacito hasta salir de la ciudad. Pasaba por el centro comercial, el club de hípica y el camino verde por donde a veces patinamos y a partir de ese momento la carretera dejaba de ser conocida y sólo veía árboles, asfalto y la luz de los faros delanteros.
Había niebla y yo tenía frío, no sabía dónde iba ni cómo manejar el coche -algún día debería tomarme en serio el aprender a conducir-, pero estaba tranquila porque llevaba el cinturón bien ajustado y el coche circulaba con suavidad sin que yo tuviera que hacer ningún esfuerzo.
Fui cogiendo confianza y a medida que pasaba el tiempo me atreví a encender la radio, a bajar las ventanillas y a pisar el acelerador: disfrutaba del viaje. Cuando comenzó a hacerse de día yo cantaba una canción en inglés – I was made for loving you, baby… you were made for loving me… - y me sentía tan segura y orgullosa de mí misma por lo bien que conducía que decidí tentar a la suerte y coger velocidad.
La aguja del velocímetro se deslizaba suavemente hacia la derecha y cuando pasó de 180 preferí dejar de observarla; me concentré en sujetar con firmeza el volante y en paladear la sensación de presión contra el respaldo del asiento.
Llegué a un tramo de curvas cerradas y fruncí el ceño preocupada, traté de recordar tus clases de Física con escobas y me las apañé como pude para no salirme de la vía. Empecé a asustarme, pero en ningún momento pensé que más lenta conduciría más segura: la velocidad se había convertido en una necesidad.
El paisaje fue cambiando y dejó de ser tan llano para volverse algo montañoso. Me pregunté hacia donde estaría yendo -no había ningún tipo de señalización- y se me ocurrió que quizá tuvieses un GPS guardado en la guantera; solté la mano derecha y empecé a investigar. Instalé el aparato y de repente, cuando más distraída estaba, un coche rojo apareció de la nada.
Empezó a zigzaguear delante de mí y me di cuenta de que, si no iba más despacio, terminaría por chocarme con él. Traté de reducir la velocidad pero el coche no respondía y tuve que pelearme con el volante para esquivar al primer vehículo que se había cruzado en mi camino en todo el viaje.
Conseguí rebasarlo, pero desde ese momento tu coche dejó de ser tan dócil: de vez en cuando, y sin previo aviso, daba bandazos de un lado a otro de la carretera, derrapaba sobre el asfalto, aceleraba y frenaba sin control. La carretera pasaba por un puerto de montaña: era una calzada estrecha y sinuosa que subía y bajaba como una montaña rusa. Tuve miedo, mucho miedo. Me puse a llorar.
Al rato me di cuenta de que llorar no arreglaba las cosas: las lágrimas me hacían ver distorsionados los límites de la cazada y corría el riesgo de salirme de la vía y caer al precipicio que se abría a mi derecha. Traté de serenarme y me esforcé por dirigir el coche con firmeza, por mantener constante la velocidad, por tomar las curvas con delicadeza y evitar acelerones y frenazos en las pendientes.
Dejé atrás las montañas y la carretera volvió a ser recta y llana, pero se levantó un viento fortísimo que cambiaba a cada momento de dirección: a veces soplaba por los lados y hacía que perdiera estabilidad, a veces soplaba de frente y oponía tanta resistencia que apenas me dejaba avanzar, a veces soplaba desde atrás como si animara al coche a ir más deprisa.
Yo estaba nerviosa, llevaba muchas horas de viaje y me dolían los brazos y las piernas de la tensión acumulada. El coche rojo se cruzaba de vez en cuando en mi camino con su zigzag o retándome a ver quién era capaz de ir más rápido; algunas veces aparecían pequeños animales cruzando la carretera y provocaban que perdiera por momentos el control al tratar de esquivarlos.
Seguí conduciendo como en un videojuego unos cuantos kilómetros y de pronto entré en un túnel. Estaba mal iluminado y en su interior había algún tipo de corriente de aire que nos aspiraba hacia el interior. La radio dejó de funcionar y ni siquiera se escuchaba el ruido del motor. En medio de ese silencio extraño, el coche volvió a acelerar por sí mismo y no fui capaz de controlarlo. Todo comenzó a dar vueltas y, no sé muy bien cómo, el suelo desapareció bajo las ruedas.
Me dije a mí misma: -Ya está. Así es como acaba todo- y no pude evitar pensar en Alicia cayendo por la madriguera del Conejo Blanco con la falda llena de aire como un paracaídas.
Estaba mareada y asustada, solté el volante y se desajustó el cinturón de seguridad. Flotaba en el interior del coche como si estuviera dentro de una lavadora.
 El GPS comenzó a lanzar mensajes de manera compulsiva.
La voz de Elsa decía: -Atención, radar móvil. Reduzca la velocidad.-
La voz de Teresa avisaba: -Ha llegado usted a su destino.-
La voz de Mamá repetía: -Se ha perdido la señal GPS, recalculando ruta.-
La voz de Pipi insistía: -En la próxima rotonda tome la primera salida a la derecha.-
De pronto te oí decir: -Te quiero- y yo misma -no sé muy bien por qué- te respondí en voz alta: - No te preocupes, yo también me quiero.-
Cerré los ojos y me dejé llevar.
Esta mañana me he despertado serena y descansada -he dormido toda la noche de un tirón por primera vez en muchos días- y antes de que tú me llamaras por teléfono me he dicho a mí misma al espejo con una enorme sonrisa culpable: Buenos días, princesa.

Gominola Nº 16 - Kleenex

Subirme a un columpio al lado del río.