Kriptonita - 6% vol.

 
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Es normal que no lo entiendas.
¿Qué sentido tiene que -si pactamos no cerrarnos nunca los brazos- yo me esfuerce por no volver a abrirte las piernas?

Para ti es un juego como otro cualquiera: es hacernos ahogadillas en una piscina, emborracharnos con el vino de la cena, hacer trompos con el coche en cualquier explanada...
Pero cada vez que cedo y te doy la bienvenida, lo que yo veo son tus ojos cerrándome el paso y pienso que quizá te asusta que conserve el poder de leer en tus pupilas con la misma ligereza con que me asomo a los miradores en las carreteras de montaña.
Porque yo memoricé la orografía de tus picos y tus abismos, he sido testigo de lo fácil y he protagonizado pesadillas, porque sé de la vida que hay en tus poros y conozco las estaciones según las que respiras -los agostos de tu aliento (en mi nuca), los noviembres de tu ausencia (en mi vida)-.
No lo olvides.
Es normal que aún tengas miedo.
Me quisiste porque te dibujé a mi antojo y decidiste que te gustaba esa versión de ti mismo... te mirabas en mis ojos cada mañana como si yo fuera un espejo, muy de cerca, pero sin verme.
Me quisiste esperando que mi poder fuera suficiente para conjurar tus fantasmas, porque me habías visto blanca y fresca como una sábana recién tendida y confiabas en mi magia para cerrar tus miedos y borrar errores.
Pero descubriste que yo sólo era otra chica jugando a creerse trapecista... de magia apenas sabía nada: que el ilusionismo se reduce a técnica si no lo amas con ojos de niño. En mitad de la función exigiste que te mostrara todos mis trucos -todos mis remiendos- y luego te marchaste dejándome sola en la pista, y las fieras me devoraron lentamente.

Nunca un circo ha sido tan triste; ni siquiera en Roma.

Después te recuerdo -como a Nerón- haciendo una pira con todas tus dudas, tu decepción y tu impaciencia. Pensabas volar a París esperando encontrar la chispa que iniciara el incendio definitivo, el que te permitiría renacer de tus cenizas y poder por una vez ser fénix y librarte entre las llamas del instinto de ave rapaz que te consume.

Quizá ya entonces querías volverte semilla y brotar...

Porque yo sé que cuando encuentres un lugar en el mundo en el que echar raíces, horadarás la tierra con la fuerza con que ahora desgarras corazones para después abandonarlos llenos de cicatrices, cubiertos de tatuajes y surcos que dan testimonio de tu paso por todos los cuerpos, por todos los destinos.
Y llorarás lágrimas de lluvia cuando comprendas que el rincón más humilde se vuelve refugio si lo cuidas y le permites criar flores.
Estoy convencida.

Ahora entiéndeme tú a mí: es normal que tenga miedo.
Cada vez que te abro las piernas me siento frágil y vulnerable.
Pienso en lo injusto que resulta que aún conserves todas mis llaves, sin importar el número de veces que cambie la cerradura: tú sigues entrando de noche por el balcón en plena ventisca y me dejas los sueños cubiertos de copos de nieve, y por un momento vuelvo a tener miedo y  paso las noches siguientes en vela -los ojos abiertos vigilando el techo, comprobando que el cielo no vuelve a derrumbarse sobre mí-.
Cada vez que te abro las piernas tú me niegas la boca.
Es tu forma de decirme que no hay más texto para mí en tu película, que puedo contar con una mención en tus títulos de crédito, sí, pero que ya no soy responsable de iluminar cada fotograma, que me prefieres fuera de plano por más que insistas en que soy musa y que bastaría con que prestara  atención para entender lo que hay de mí en cada escena.

Y puede que yo sepa que mi carrera no necesita ni un título más a tu nombre -porque ahora me basto y me sobro para dirigirme y prefiero la vida real a tus focos y tus efectos especiales-, pero siempre discutiremos una vez más los términos de nuestro contrato: yo insistiré en recordarte llorando que puedes contar con la luz de mi estrella, tú harás oídos sordos y reducirás todas mis quejas a una rabieta de drama queen.

Lo entiendo... es normal.
En el fondo supongo que el problema es que me cuesta asumir que tú y yo estábamos destinados a estrellarnos, y que por eso fuimos los cadáveres más jóvenes y más bellos, los que al décimo día estallaron en fuegos artificiales porque no fueron capaces de controlar su capacidad de -juntos- dar luz al mundo -y llamarla victoria-.

Y supongo que tienes razón: cada vez que te prestes a ello, conseguirás abrirme las piernas y el alma en canal, y yo confundiré heridas que escuecen con sentimientos que arden, y mi cabeza activará todos los protocolos de emergencia cuando me asome al precipicio de esos ojos que me cierras...
Quizá buscando evitar mi caída - mi recaída-, quizá porque intuyes que, una vez dentro, me haré okupa de tu boca y esta vez no habrá escraches que nos convenzan de que no hay derecho a ser feliz siendo rico en horas sin sueño y sueños a deshora.