Fabulae

Érase una vez un Príncipe que adoraba ir a la guerra y librar batallas y pasaba tanto tiempo luchando con todas sus fuerzas que siempre estaba cansado; tenía muchas guerras que atender y casi nunca estaba en su castillo y cuando volvía a casa lo único que hacía era dormir.

El Príncipe tenía una Princesa y una manzana mágica en una urna: la manzana tenía el poder de hacerlos felices para siempre y mantener seguro el palacio si todas las semanas tanto uno como el otro le contaban un secreto.
Para mantener fuerte a la manzana, el Príncipe, antes de ponerse la armadura solía entregar a la Princesa un saco lleno de secretos para que se los contara  por él, después le daba un beso y se marchaba al frente; cuando estaba en el castillo llenaba el saquito de nuevo, se lo daba a la Princesa y se marchaba a dormir.

Un buen día, en mitad de una guerra larga y terrible, la Princesa se dio cuenta de que el saco se había quedado vacío. Se asustó mucho y se puso a llorar, pero decidió probar a contar dos de sus secretos a la manzana para mantener su poder.
Y tuvo suerte: funcionó. La Princesa siguió y siguió contando secretos a la manzana sin descanso durante muchos meses hasta que el Príncipe obtuvo su victoria y regresó.

La Princesa le contó lo débil y triste que se sentía -sin secretos era ella la que se estaba marchitando- pero el Príncipe no tenía fuerzas para escucharla y le contestó que después de una guerra tan larga necesitaba descansar más que nunca. Al momento se marchó a dormir.
La Princesa empezó a llorar y en el jardín empezó a llover: se desató una tormenta terrible que duró toda la noche.

Al llegar la madrugada llamaron al portón del castillo y- aunque el Príncipe tenía terminantemente prohibido a la Princesa que nadie entrara en el palacio- ella estaba tan desesperada que decidió abrir; tenía mucho miedo, pero necesitaba ayuda y sentía que ella sola no sería capaz de encontrar una solución: fuera quien fuera, aquella persona había llegado en el momento perfecto.

En la puerta se encontraba un caballero. La Princesa lo hizo entrar y, sin mediar palabra, le ofreció una manta: estaba mojado y lleno de polvo y, aunque no parecía cansado, se notaba de lejos que había recorrido muchos kilómetros para llegar hasta allí.

- Vengo buscando una princesa, pero tiene que ser una princesa de verdad. En todos los palacios que ya he recorrido he encontrado a muchas que decían serlo -algunas incluso lo parecían- pero a la hora de la verdad todas resultaron ser muchachas sin más.
En mi país hay un hechizo terrible que hace que todos vivamos en un espejismo continuo: creemos pasarlo bien y disfrutar, pero en realidad la tierra se muere y los ríos se secan y todos enfermamos un poco más cada día.
Hay una leyenda que dice que, si una princesa real traspasa nuestras fronteras, el espejismo habrá terminado; tendremos que trabajar duro para ser felices, pero nuestro reino estará sano y será fructífero y dependerá de nuestro esfuerzo lo que pueda llegar a ser.

La Princesa vio determinación en los ojos que la miraban: no cabía duda de que ese hombre realmente deseaba sacar adelante su país, y eso le produjo una sensación extraña, una mezcla de ternura y admiración.

- Yo soy una Princesa -o eso creo- y estaré encantada de ayudarte, pero tengo un problema terrible que no sé cómo solucionar... Si me ayudas a resolverlo me comprometo a acompañarte hasta tu reino.

(En su angustia por salvar a la manzana, la Princesa no fue consciente de que estaba prometiendo abandonar el castillo y no se dio cuenta de que para cumplir su promesa debería dejar atrás todo lo que había conocido hasta el momento. )

Rápidamente subió al salón de la torre donde la manzana reposaba en su urna y le explicó al caballero el mágico sortilegio que protegía su felicidad con el Príncipe.

- Y ahora no sé que hacer: él está durmiendo y por más que lo intento no consigo despertarlo y a mí se me han acabado los secretos que contar a mi manzana...

El caballero se mantuvo pensativo por un momento y miró muy serio a la Princesa.

- He encontrado una solución: ahora mismo haremos la prueba que determinará si eres una auténtica princesa o no. No se lo contaremos a nadie y mañana tú podrás susurrarle a tu manzana lo que has hecho.

La Princesa sonrió maravillada - ¿cómo no se le había ocurrido antes?- y en ese momento preciso amaneció y el sol asomó entre las nubes sobre el jardín.

- ¿Qué es lo que tengo que hacer?

- Darme un beso.

La Princesa retrocedió un paso sobre sí misma. Miró extrañada al hombre lleno de barro que se encontraba frente a ella y dudó, pero al instante decidió que en situaciones desesperadas se adoptan medidas desesperadas y temblando se acercó a él para darle un beso en los labios prometiéndose a sí misma que no le contaría a nadie lo sucedido.

Y sucedió.
Tras el beso, la manzana explotó en mil pedazos y en el castillo -siempre frío- aumentó la temperatura.
El caballero y la Princesa se miraron a los ojos sorprendidos: ninguno esperaba nada igual.

El ruido y el repentino calor despertaron al Príncipe que al instante sintió un veneno ácido burbujeándole en la sangre.
Buscó a la Princesa y al encontrarla, ciego y envenenado como estaba, sólo pudo ver una bruja y sintió unos deseos enormes de morderla hasta destrozarla, hasta partirla en mil pedazos.
El caballero cargó con ella -que se había desmayado- y abandonó el castillo, que había empezado a arder.

Recorrieron muchos kilómetros y la Princesa seguía dormida: necesitaba descansar después de todo el esfuerzo que había hecho por salvar esa manzana que ahora no era más que cenizas.

El caballero la observaba intrigado: no era la más guapa, ni la más rica, ni la más habilidosa de las jóvenes que habían aceptado pasar su prueba pero, por las noches, cuando todo estaba oscuro, la princesa que cargaba como un peso muerto sobre su caballo irradiaba una luz extraña que aumentaba de intensidad a medida que iba recuperando las fuerzas.
Quizá no fuera una princesa de verdad, pero estaba claro que aquella chica tenía algo que la hacía diferente y merecía la pena intentar llegar con ella a su reino.

Justo el día en que alcanzaron la linde del sendero que dibujaba la frontera, la Princesa se despertó y -aún un poco aturdida por todo lo que había pasado- posó con cuidado su pie derecho al otro lado del camino siguiendo siempre las directrices del caballero.

Y el milagro se produjo.
La tierra dejó de ser baldía, pero aún estaba cubierta de maleza; el río corría con fuerza, pero no había fuentes para acercar el agua al pueblo; la gente estaba sana, pero las casas estaban polvorientas y destartaladas.
El Caballero y la Princesa descubrieron que tenían unas ganas enormes de sacar adelante todo aquello y trabajaron codo con codo con las gentes del lugar para hacer de aquel lugar un sitio acogedor y con futuro.

Y se dieron cuenta de que las risas eran más efectivas que los secretos para mantener vivas las cosas que los harían felices para siempre.
Y decidieron no cansarse nunca de intentarlo, porque cuando hacían cosas juntos saltaban chispas, había magia y pasaban cosas increíbles.

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