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Un corazón no es más que un ovillo -complejo y enredado- de cintas de colores para regalar a los demás.

Todas las madejas tienen cabos sueltos que dan color pero no pueden atarse ni en un simple nudo.
Todos los ovillos tienen lazos largos, brillantes, que cuentan historias.

Un corazón siente todas las cintas que ha entregado; por eso se esfuerza en sostener un extremo y ser partícipe de los vaivenes de la vida de aquellos con los que se compartió.
Los hilos de un corazón a veces hablan de alianzas.
Los hilos de un corazón a veces se pierden.
Los hilos de un corazón a veces se enredan, se desgastan, se rompen.

En mi ovillo había una cuerda.
Era larga y estaba atada con fuerza, pero era rígida, pesaba mucho y el esparto arañaba en cada nudo.
Oprimía al corazón y el corazón soltó su extremo.

Sin la soga mi ovillo es ligero, sus cintas lo estrechan y un gran lazo rojo lo abraza rodeándolo como si fuera un regalo de Navidad.
Pero a veces me doy cuenta de que siempre tendrá un hueco vacío donde sentir o imaginar que alguien ha dado un tirón desde el otro lado, porque un corazón no puede evitar sentirse atado y echar de menos a aquellos a quienes quiso, a los que un día formaron parte de él.

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