- ¿Recuerdas cuando éramos niñas y jugábamos a subirnos a los árboles?
- Cuando éramos niñas no nos conocíamos y tú tienes más pinta de jugar a las meriendas que de creerte vigía de barco pirata...
- No seas mala. Yo a veces trepaba.
Trepaba por puro placer: no me tentaba saber cómo se vería el jardín desde lo alto, o si desde allí podría llegar a mi ventana.
Tampoco tenía miedo de caerme o de arañarme las rodillas.
Sólo me interesaba escalar.
Buscar la siguiente rama. Encontrar un nudo donde apoyar los pies y ganar impulso.
Me tomaba mi tiempo. Subía con calma, asegurando cada paso.
Sólo me interesaba escalar.
Buscar la siguiente rama. Encontrar un nudo donde apoyar los pies y ganar impulso.
Me tomaba mi tiempo. Subía con calma, asegurando cada paso.
Si alcanzaba alguna rama a cierta distancia del suelo, me colgaba de ella con las manos y me balanceaba como si estuviera en un columpio.
Sólo un par de veces.
Lo justo para sentir el vértigo en la boca del estómago; la adrenalina de saber que estaba corriendo un riesgo, la tranquilidad de que -en el peor de los casos- todo se sanaría con unos toques de mercromina.
Cuando llegaba la hora de cenar, bajaba procurando no engancharme los cordones de las zapatillas y, al tocar el suelo, me acercaba las manos a la nariz para grabar a fuego ese olor a madera y musgo.
Áspero e intenso.
Fresco.
Húmedo.
Todo a la vez.
Así huele una sonrisa culpable...
- Te estoy viendo llena de lazos en la copa de un pino cual Gato de Cheshire y me muero de la risa... ¿Se puede saber por qué te pones a recordar eso precisamente ahora?
- Porque a veces cuando llego a casa y he pasado mucho rato colgando de su cuello, no hace falta ni siquiera que me pase los dedos por la cara; todo huele a madera como entonces.
Sólo un par de veces.
Lo justo para sentir el vértigo en la boca del estómago; la adrenalina de saber que estaba corriendo un riesgo, la tranquilidad de que -en el peor de los casos- todo se sanaría con unos toques de mercromina.
Cuando llegaba la hora de cenar, bajaba procurando no engancharme los cordones de las zapatillas y, al tocar el suelo, me acercaba las manos a la nariz para grabar a fuego ese olor a madera y musgo.
Áspero e intenso.
Fresco.
Húmedo.
Todo a la vez.
Así huele una sonrisa culpable...
- Te estoy viendo llena de lazos en la copa de un pino cual Gato de Cheshire y me muero de la risa... ¿Se puede saber por qué te pones a recordar eso precisamente ahora?
- Porque a veces cuando llego a casa y he pasado mucho rato colgando de su cuello, no hace falta ni siquiera que me pase los dedos por la cara; todo huele a madera como entonces.